Humberto Ledezma: oda a la vida, la familia y el buen comer

Humberto Ledezma: oda a la vida, la familia y el buen comer

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Este es un vistazo a la vida de Humberto Ledezma, un amigo querido de la casa, y quien fue una parte vital de Premios La Barra. Claudia Ledezma, su hija y compañera de viajes y aventuras gastronómicas, nos compartió algunas de sus historias, su legado y su interminable amor por la comida.


Dicen que las mejores cosas de la vida pasan mientras no estamos mirando. Algunos estamos muy distraídos pensando en el pasado o soñando con el futuro, en cambio, hay otros que entendieron que la vida es demasiado fugaz para no vivirla al 100.

Para Claudia, este era su papá, un gocetas, como ella lo llama, una de esas almas raras que son difíciles de describir. Emprendedor, empírico, lógico, valiente, enamorado de la vida, de la comida y de vivir.

Una mente sin límites que cambió la existencia de muchos y que entendió desde muy joven que la vida no es estática, que es corta y que es muy valiosa para no vivirla bien. Este es un pedacito de su historia.

Emprendedor

Humberto es amigo de la casa desde hace más de 10 años. Su expertise en la marcación de cerámica y vidrio lo llevó a ser el responsable de los emblemáticos platos de Premios La Barra. Una profesión heredada de su familia, que luego se convertiría en su pasión, su obsesión y su refugio.

Todo empezó con el negocio familiar heredado de su mamá, una mujer inteligente para los negocios y que Claudia describe como adelantada para su época. “Ella era una mujer muy hábil y muy sagaz. Era muy masculina en muchas cosas, fumaba, hacía negocios en bares, pero era muy brillante”.

Montó La Casa del Screen en el centro de Bogotá, donde vendía solamente materiales para serigrafía. Después, y gracias a su talento para los negocios, lo convirtió en un emporio que luego pasaría a manos de sus hijos.

Si bien todo pudo haberse quedado en el negocio heredado de su mamá, para Humberto este fue solo el principio de un camino que nunca dejó de labrar. Era incansable, por lo que, aún sin tener una formación profesional, decidió expandir su negocio más allá de lo conocido hasta ese momento.

Humberto Ledezma: oda a la vida, la familia y el buen comer

Así fue que creó La casa del Screenista, que, a diferencia de los demás negocios de su familia, no solo vendía materiales, sino que era el primero que tenía taller de serigrafía y hacía impresión.

Inicialmente empezó con impresión sobre los materiales convencionales, pero era consciente de que el negocio estaba cambiando y otra vez ese bichito de la curiosidad se volvió a mover.

Así que leyó, estudió, viajó y conoció tanto como pudo, hasta que llegó a la marcación de cerámica y vidrio. ¿Cómo lo hacía? Es algo que todavía Claudia se pregunta. “Empezó a buscar cómo aprender más, él no hablaba inglés, pero entendía bastante, así que trataba de leer y yo le ayudaba y mi hermana también. Empezó a buscar ferias en Estados Unidos para ver qué rumbo iba a tomar su negocio porque él ya sabía lo que se avecinaba. Necesitaba otras habilidades” cuenta.

Así que junto con uno de sus hermanos se convirtió casi en científico. Los dos probaban materiales, pigmentos, aumentaban temperaturas, quitaban, ponían hasta que llegaban a las ecuaciones correctas. Esta pasión por el aprendizaje y por resolver se convirtió en la columna vertebral de su empresa, algo que hoy sus colaboradores extrañan más que nunca.

Padre y esposo

Cuando Claudia habla de su papá lo describe como el foodie original. Tenía una fascinación por probar cada cosa, cada ingrediente, por conocer, explorar, una característica que compartió con su familia y que le heredó directamente a su hija mayor.

“Él me abrió a mí la mente a todo un mundo de sabores” afirma Claudia con orgullo. Pero junto a él también estuvo su esposa, con quien compartía ese gusto por probar y conocer cosas nuevas, incluso si esto significaba traerlas en avión y desde otras partes del mundo.

Humberto Ledezma: oda a la vida, la familia y el buen comer

En una época en que la apertura económica del país era nula, conseguir productos de otros continentes era imposible. Por eso, se apalancaban en un amigo de Humberto, que era piloto y cubría la ruta hacia Madrid, para encargarle esas delicias gastronómicas que aún eran muy lejanas para el mercado colombiano.

De ahí que, desde muy jóvenes, Claudia y su hermana probaran cosas atípicas para niñas de su edad. Aceitunas, angulas, pistachos, jamón ibérico, langostinos, todo tipo de quesos hacían parte de los momentos en familia que casi se convertían en rituales. También lo hacían los chocolates Lindt, los favoritos de su mamá, que degustaban con mucho cuidado.

“Era como sentir un aprecio por la joya que estábamos probando” afirma Claudia. Porque no se trataba de un banquete para alimentar el cuerpo, era más una forma de degustar la comida, de despertar los sentidos.

Entre los dos velaron por darles lo mejor a sus hijas, por enseñarles a siempre a ver más allá, pero también se esforzaron por enamorarlas de las cosas sencillas.

“Me acuerdo sentada junto a ellos. Mi papá abría una lata de angulas, ponía las galletitas, era una latita para los 3, ya después se sumó mi hermana, pero era como toda una ceremonia” cuenta. 

Y así pasó el tiempo Humberto, entre aprender, probar, viajar, vivir. Al principio acompañado de su esposa y sus hijas, después tuvo que hacerlo sin ella. Tras su partida, se refugió en sus hijas y en su trabajo, y jamás perdió el impulso de seguir. Solo caminó un poco más incompleto, sin el amor de su vida, una ausencia que ni aprender, probar, viajar, vivir pudo llenar, pero que jamás lo detuvo.

Vivir sin remordimientos

Si bien los cuatro disfrutaban de este gusto por la comida, con Claudia compartía un amor por la gastronomía que iba más allá del simple acto de comer. Era una forma de conectar, de experimentar el mundo y de expresar su afecto mutuo. Era su lenguaje del amor como dice ella.

Gracias a esto compartieron mucho tiempo, viajaron juntos, disfrutaron de las comidas más sofisticadas y también de las más sencillas, porque para Humberto había que ser de silla y también de carga. Por eso iban a las plazas de mercado a buscar qué había, a probar, a deleitarse con lo desconocido.

Se daban banquetes con langostinos y coctel sauce y también con los pistachos de todos los sabores que encontraran. Cada experiencia, cada lugar era una oportunidad, porque Humberto no dejaba nada para después.

Por eso a nada le decía que no. Saltó en paracaídas, era buzo, andaba en moto, subió a Cerro Azul en el Guavire, no le tenía miedo a nada. “Mi papá se lo gozaba todo. Nada lo dejaba para después”.

Algo que hoy Claudia agradece porque les dejó a ella y a su hermana miles de recuerdos, fotos y videos que hablan de este espíritu libre y que hoy atesoran con mucho amor y nostalgia. “Eso fue muy chévere porque yo creo que aprovechamos mucho la vida y no tengo remordimientos de nada. Siento que todo lo que quisimos hacer lo hicimos. Todo”.

Y así fue Humberto, un hombre de familia, un padre dedicado y amoroso, una mente sin límites que determinó muchas de las decisiones de su vida, por no decir todas, algo que hoy Claudia agradece infinitamente. El colegio de sus hijas, los viajes, su empresa, la comida que compartía con su familia, todo tenía este sello.

Hoy, Claudia también está un poco más incompleta, pero está llena de orgullo de su papá, de Humberto Ledezma, el científico, el autodidacta, el viajero, el foodie, el enamorado de la vida. Su historia y cada una de sus anécdotas son muestra de eso que tanto la gente dice, que la vida es para vivirla y que no hay mañana, solo hoy.

De todo corazón, gracias, Humberto. 

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